martes, 13 de mayo de 2014

Extrayendo ambientes


Hace algún tiempo tuve oportunidad de intercambiar algunos correos con Fernando Puche, en ellos me comentaba que un buen día, cansado de ver que en su archivo figuraba el mismo tipo de fotografías decidió que era hora de dar un giro y replantearse el tipo de fotos que debía hacer. Hacer esto era un intento de forzarse a crecer y desarrollarse como fotógrafo y artista. En aquel momento, no sentía tal necesidad de cambio, aún a riesgo de caer en lo fácil y repetitivo. La búsqueda de luces especiales en los primeros y últimos momentos del día me ha llevado a conocer lugares y a disfrutar de experiencias que de otro modo ni se me habrían pasado por la imaginación. ¿Por qué romper con ello? ¿Mi archivo fotográfico, mi trabajo como artista iba a verse afectado (negativamente) por no buscar nuevos horizontes creativos? Cada amanecer es distinto, cada lugar que visite será distinto y por tanto no veía por qué iba eso a afectar a mi desarrollo como artista.

Conscientemente nunca me he planteado dar una vuelta de tuerca a mi trabajo, sabía que si esto tenía que ocurrir algún día el cuerpo me lo pediría, de una forma natural, sin forzarlo. He de confesar que desde hace ya algún tiempo las fotos típicas de amaneceres han perdido parte del atractivo que hace años tenían, supongo que la falta de novedad tiene la culpa. No me resultan tan retadoras como antes, un paseo por cualquier portal de fotografía sirve para quedarte empachado con este tipo de fotos. No significa ello que ya no me llamen pero sí que no son el objetivo número uno de mis salidas fotográficas como antes sí lo eran. Si no me traía una foto con luces de amanecer o atardecer parecía que la escapada se había quedado un poco coja. Desde hace un tiempo el cuerpo me va pidiendo captar otras cosas con mi cámara, otras formas de ver el mundo, quizás más íntimas y no tan descriptivas. Seguramente no tan visualmente atractivas pero sí igualmente reconfortantes y desafiantes como en su momento fueros mis primeros amaneceres.

Hace unas semanas, tuve oportunidad de visitar el Pirineo más occidental con mi amigo Patric, necesitaba fotos de esa zona para un encargo. Los lugares finalmente elegidos acomodados a las condiciones meteorológicas fueron Urbasa, buscando verdes y nieblas y los acantilados de Jaizquíbel, para muchos la estribación más occidental de los Pirineos y, sin lugar a dudas, un lugar radicalmente distinto a lo que podemos encontrar en cualquier otro punto de la geografía española y casi del mundo entero, donde fotografiar a la luz cenital del mediodía es casi una obligación y la extracción de formas y colores el tesoro más codiciado.

En esta salida no ha habido fotos de amaneceres o atardeceres, no ha habido madrugones, el gran angular ha quedado relegado a la mochila y el teleobjetivo ha sido mi principal pieza de trabajo.

La extracción de pequeños pedazos de realidad en los que las texturas y geometrías de los elementos jugaban de forma armoniosa ha sido mi principal objetivo.



La tarde de nuestra llagada a Urbasa, aún cubierta por las nubes de una borrasca que anunciaba su fin, decidimos darle una oportunidad a Urederra. Lugar del que todos estos años he huido por lo masificado e hiperfotografiado. Cuando llegamos no había mucha gente pero la decepción fue mayúscula al comprobar como todo el camino se encontraba acordonado con indicaciones que prohibían salirse de él. La gran masificación de este paradisíaco lugar amenaza su existencia y las recientes medidas adoptadas han sido restringir el número de visitas diarias y limitar las zonas por las que moverse. Desde el punto de vista del fotógrafo de naturaleza, que desea libertad total de movimientos para captar su visión del lugar sin más restricciones que su imaginación, supone una decepción tremenda toparse con tales restricciones. Esa tarde hicimos lo que pudimos y volvimos a nuestro lugar de pernocta con un sabor agridulce.


La mañana siguiente amaneció tal y como estaba planeado. Las nieblas cubrían los hayedos de Urbasa y las hojas filtraban la cantidad suficiente de luz como para vestir el ambiente de unas suaves tonalidades verdosas.




Fue una delicia deambular casi sin rumbo alguno fuera de todo camino acompañado por los alegres cantos de petirrojos, mirlos y carboneros. Una lluvia fina intermitente nos acompañó casi toda la mañana vigilados en todo momento por grandes esculturas naturales que el viento y la lluvia se han encargado de esculpir durante milenios. 




Fotografiamos y caminamos al margen del tiempo hasta pasado el mediodía cuando las nieblas se levantaron anunciando el anticiclón que deseábamos para el domingo en Jaizquíbel, nuestra siguiente parada para el día siguiente.

Nos levantamos con las primeras luces dispuestos a descubrir con nuestros propios ojos los tesoros guardados en los acantilados a los pies del monte Jaizquíbel en la costa guipuzcoana. A media que nos alejábamos de Urbasa un cielo azul radiante nos llenaba de ilusión y expectación ante lo que nos íbamos encontrar. Tras un desayuno rápido junto al coche iniciamos los casi 600m de desnivel siguiendo el itinerario previsto y en dirección al valle de Labetxu (popularmente conocido como el valle de los colores). Unas horas más tarde junto a las aguas del cantábrico unas rocas como bañadas en sangre se nos aparecieron, exhibiendo un cromatismo y formas extravagantes en sus paredes difíciles de describir. Habíamos encontrado el tesoro buscado y sólo dependía de nuestro buen hacer extraer una belleza que hiciera justicia al lugar.







Pero esas rocas de arenisca teñidas de rojo y salpicadas de un sin fin de formas y vetas de los más variados colores, no eran más que parte de ese tesoro buscado. Bordeando la costa nuevas formaciones, que me recordaban a panales gigantes de abeja, tapizaban los techos de grandes oquedades de arenisca. Estas formaciones, sólo comparables a otras de menor tamaño y extensión en regiones tan remotas como Sudáfrica o Australia, reciben el nombre de "Boxworks". Aquel día nos encontramos con otra fotógrafa de la zona trípode en mano y nos comentó que hace años apenas se veía gente y que esto había cambiado desde hacía poco. La globalización, las redes sociales, todo ello, supongo, contribuye a dar a conocer lugares que hasta hace no mucho sólo eran conocidos por los vecinos de la zona. Ello supone un arma de doble filo, pues si no se cuida en poco tiempo puede llegar a ser sólo un recuerdo, pero a la vez cuanta más gente sea conocedora de la belleza que esconde más puede ayudar la preservarla. Documentándome sobre la zona di con el proyecto Jaizkibel Amaharri (Jaizquíbel Madre Piedra) integrado por personas de diversas ramas científicas y fotógrafos a las que une el amor por el monte Jaizquíbel. Tiene como fin dar a conocer el patrimonio natural y cultural de Jaizquíbel y ayudar a defenderlo. No menos sorprendente que conocer esta iniciativa fue enterarme que existe un proyecto para construir una zona portuaria en todo el litoral de Jaizquíbel. De momento esta paralizado, pero quien sabe si en 10 o 15 años se reactivará y toda esta maravilla de la naturaleza no será más que un recuerdo.



Eran las tres y media de la tarde y aún nos quedaba subir los casi 600 metros que horas antes habíamos bajado y cinco horas de coche hasta llegar Madrid, pero la belleza de lo que nos íbamos encontrando por el camino era tal que, como si de un imán se tratase, no nos permitía alejarnos y guardar nuestras cámaras. Pasadas las cinco de la tarde llegamos a nuestro coche y pocos minutos más tarde poníamos rumbo a Madrid con un buen sabor de boca por el fin de semana que habíamos pasado y con la incertidumbre de si realmente habríamos sabido captar la esencia de lo que habíamos experimentado.